En las Olimpíadas de París de 1924 ocurrió un hecho inusual que se
dio a conocer ampliamente gracias a la película “Carros de Fuego” que
ganó varios premios cinematográficos hace unos años atrás. El corredor
escocés Eric Liddell se había estado entrenando para correr la carrera
de los 100 metros, y comentaristas de toda Gran Bretaña lo daban por
seguro ganador en ese renglón. Pero unos meses antes de las Olimpíadas
Eric Liddell se enteró de que las eliminatorias de los 100 metros iban a
ser en domingo, y como él era cristiano se negó rotundamente a violar
el día del Señor participando en esa competencia.
Él
estaba convencido por la Escritura que el domingo debía ser dedicado a
la adoración a Dios en una forma especial, y que no debía competir en
ese día.
Cuando se dio a conocer la noticia de que él no correría por esa
razón muchos se quedaron estupefactos, y aún aquellos que le admiraban
como atleta lo calificaron de loco. Pero Liddell no estaba dispuesto a
negociar sus principios e ir en contra de su conciencia. Tampoco aceptó
participar en las carreras de relevo, para las que ya había calificado,
porque las eliminatorias también eran en domingo.
Finalmente aceptó el reto de correr la carrera de los 400 metros para
lo que no tenía mucha experiencia, y no solo ganó el primer lugar, sino
que de paso estableció un récord mundial recorriendo la distancia en
47.6 segundos. Su competidor más cercano quedó 5 yardas detrás de él.
Dios honró la integridad de este hombre que no estuvo dispuesto a ceder
ante la presión de las autoridades olímpicas, ni de la prensa, ni del
público en general, porque estaba convencido de que era necesario
obedecer a Dios antes que a los hombres.
Un detalle interesante de esta historia es que ese domingo en que se
llevaron a cabo las eliminatorias de los 100 metros y de las carreras de
relevo, Eric Liddell estaba predicando la Palabra de Dios en una
iglesia de París. No solo no corrió ese día, sino que allí en Francia,
en medio de las Olimpíadas, él estaba donde debía estar: adorando a Dios
junto al pueblo de Dios. Terminó su vida como misionero en la China
donde fue apresado e internado en el campo de prisioneros de Weishien;
falleció en 1945 de un tumor cerebral.
Si hay algo que la iglesia de Cristo necesita en estos días son
hombres con esa clase de determinación y coraje, hombres que no estén
dispuestos a violentar sus conciencias sin importar el precio que tengan
que pagar por ello. Como bien señala el pastor John MacArthur: “Hay una
gran falta en la iglesia hoy de hombres que se aferren a sus
convicciones. Muchos que se llaman cristianos se ufanan de sus normas
morales y alaban su recto carácter, pero abandonan sus convicciones
cuando hacer concesiones resulta más beneficioso y oportuno” (El Poder
de la Integridad; pg. 27). Las convicciones no son convicciones si
estamos dispuestos a sacrificarlas para evitar problemas.
Cuando Martín Lutero fue llamado a la Dieta de Worms delante del
emperador Carlos V y su hermano Fernando, delante de seis electores, 28
duques, 11 marqueses, 30 obispos, unos 200 príncipes y señores, y más de
5,000 concurrentes, y se le pidió que se retractara de todo cuanto
había escrito, Martín Lutero pronunció estas famosas palabras: “Si no me
convencen con testimonios sacados de las Sagradas Escrituras, o con
razones evidentes y claras, de manera que quedase convencido y mi
conciencia sujeta a esta Palabra de Dios, yo no quiero ni puedo
retractar nada, porque no es bueno ni seguro para un cristiano obrar
contra lo que dicta su conciencia. Heme aquí; no puedo hacer otra cosa;
que Dios me ayude. Amén”.
Lutero estaba desafiando en ese momento a los dos hombres más
poderosos de la tierra en aquellos días: al papa y al emperador, y todo
por no violar su conciencia. Que el Señor nos ayude a seguir tras los
pasos de hombres como estos que estando sujetos a pasiones iguales que
las nuestras, en dependencia del Espíritu de Dios, se mantuvieron
aferrados a sus convicciones sin importar el costo.
© Por Sugel Michelén. Todo pensamiento cautivo.
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