¿Es Ud. un legalista satisfecho?


En la entrada anterior dijimos que existen dos clases de legalistas: el legalista satisfecho y el infeliz.

¿Qué es un legalista satisfecho? Es aquel que reduce los mandamientos de Dios a un conjunto de normas externas y luego se siente contento por su desempeño en relación con esas normas. Cuando él se examina a sí mismo a la luz de ese estándar personal de conducta, se siente bastante bien por el buen trabajo que está haciendo.
Por supuesto, él sabe que no es perfecto. Pero cuando se compara con toda esa “gente mala” que comete pecados horribles, y con todos aquellos hermanos de la iglesia que “no son tan rectos como él”, es “obvio” que hay una distancia abismal entre ellos.
De manera que el problema esencial del legalista satisfecho es que no comprende la magnitud de lo que la ley de Dios demanda de nosotros y, por eso mismo, tampoco puede percibir cuán profunda es la maldad de su pecado; cuando este tipo de legalista escucha hablar del amor de Dios, piensa dentro de sí: “Yo sé que Dios me ama. Después de todo ¿por qué no habría de hacerlo?” Aunque tal vez no se atreva a decirlo con esas palabras, él se siente merecedor de la bendición de Dios, porque a sus ojos lo está haciendo bastante bien. Por lo menos, mejor que muchos cristianos que él o ella conocen. Su vida externa parece estar en regla y eso lo llena de una profunda satisfacción.
Ese era el gran problema de los fariseos en los días del Señor. Ellos tomaban un mandamiento como: “No adulterarás”, y se sentían satisfechos consigo mismos porque nunca habían tenido relaciones sexuales fuera del matrimonio. Pero Cristo les hace ver, en Mt. 5:28, que ese mandamiento también prohíbe la lascivia y codiciar a otra mujer que no sea la tuya. Y así podemos seguir con cada uno de los mandamientos de la ley moral de Dios. Si los contemplamos únicamente como reguladores de nuestra conducta externa, vamos a llegar a conclusiones muy equivocadas con respecto a nosotros mismos.
Eso fue lo que le sucedió con el joven rico que le preguntó al Señor qué era lo que tenía que hacer para heredar la vida eterna. Y el Señor le responde: “Guarda los mandamientos” (Mt. 19:17). En otras palabras: “Si de verdad quieres ganarte el cielo a través de tu desempeño, ahí está el Decálogo: No matarás, no adulterarás, no hurtarás, no dirás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo”. ¿Saben cuál fue la respuesta del joven rico? “Todo esto lo he guardado desde mi juventud. ¿Qué más me falta?” (Mt. 19:20). He ahí la reacción de un legalista satisfecho. Este individuo no tenía ni idea de lo que estaba diciendo; hasta que el Señor le hizo ver lo que realmente había en su corazón:
“Bueno si es así, no tendrás inconveniente en vender todo lo que tienes y repartirlo a los pobres” (Mt. 19:21). “Oh, oh. Estamos en problemas. Si mi amor a Dios y mi amor al prójimo deben llegar a un nivel tal que yo pudiera deshacerme de mis riquezas para repartirla entre los pobres, entonces estoy acabado, porque yo no tengo ni en sombra un amor así”.
Lo que Cristo estaba tratando de enseñar al joven rico no era que la salvación se gana repartiendo nuestras riquezas, sino que nadie puede salvarse tratando de llenar la medida de lo que la ley exige de nosotros. Es precisamente por eso que necesitamos la salvación que Dios nos ha provisto en Cristo. Él sí llenó a la perfección la medida de ese amor, a Dios y al prójimo, y luego fue a la cruz del calvario a pagar por todas las veces en que nosotros hemos fallado en llenar esa medida. ¡Esa es la buena noticia del evangelio! Que Dios nos ha provisto en Cristo salvación completa y gratuita por medio de la fe.
Así que en vez de reducir los mandamientos de Dios a un código externo de conducta, para luego sentirnos satisfechos por nuestra obediencia, y poder mirarnos al espejo como personas respetables, lo que tenemos que hacer es reconocer nuestra impotencia y arrojarnos enteramente en los brazos del Salvador.
Pero es precisamente esa humillación la que el legalista satisfecho desea evitar. Él no quiere que su estatus judicial delante de Dios dependa de un Mesías crucificado, porque tendría que reconocer que detrás de toda esa respetabilidad que él cree tener, lo que hay en realidad es un depravado pecador que merece todo el peso de la ira de Dios por sus transgresiones.
Déjame hacerte una pregunta: En lo más profundo de tu corazón, ¿cuál tú crees que es la base de tu aceptación delante de Dios? ¿En base a qué es que Él derrama Sus bendiciones sobre ti? ¿Has llegado a entender que todo lo que puedes traer delante de Su trono es un montón de deudas que Su Hijo tuvo que pagar por ti en la cruz del calvario?
“Si pastor, eso es lo que yo creo”. ¿De verdad es lo que crees acerca de ti mismo? Déjame hacerte otras preguntas: ¿Te encuentras frecuentemente irritado con los demás y juzgando a las personas que te rodean? ¿Qué es más fácil para ti, emitir una crítica o dar una nota de estímulo?
Vamos a ponerlo de otro modo. Vas manejando tu carro por el carril correcto, y de repente ves a un individuo rebasando a todos los demás por la vía contraria para llegar primero a la esquina; y para colmo de males produce un tapón que no deja pasar a nadie. ¿Cómo sueles reaccionar a ese tipo de cosas? No te pido que sientas contento con el asunto. Pero siendo honestos, ¿te sientes superior a ese “bárbaro” quebrantador de las leyes de tránsito? Porque si es así, recuerda que Cristo tuvo que morir en la cruz del calvario porque todos nosotros somos quebrantadores de leyes a un nivel que sobrepasa en mucho lo que ese individuo ha hecho al meterse en vía contraria.
Otra pregunta: ¿Te resulta difícil aceptar las críticas y amonestaciones de otros? ¿Vives a la defensiva y ocultando tus faltas aún delante de tus amigos? Alguien dijo muy sabiamente: “Si encuentras difícil recibir críticas, es porque no estás creyendo lo que la cruz dice acerca de ti. La cruz es la más evidente declaración en tu contra que alguna vez haya sido hecha. Ella dice que tú mereces morir, que tú mereces ser completamente desnudado y humillado para entonces recibir la justa ira de Dios por toda la eternidad”.
Sin embargo, muchas veces vivimos a la defensiva, como si realmente tuviéramos algo que defender. ¿Saben por qué? Porque en un grado o en otro, todos tenemos algo de legalista en nuestro interior. Nos creemos mejores que los demás, basados en nuestro desempeño; y luego vivimos criticando a todo el mundo: en la iglesia, en el colegio, en la calle.
Más adelante veremos cuál es la medicina que el legalista satisfecho necesita. Pero primero veremos en la próxima entrada, si el Señor lo permite, el problema del legalista infeliz
© Por Sugel Michelén. Todo Pensamiento Cautivo. 

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