 A
 juzgar por el lugar tan prominente que Dios le ha dado a la música, 
tanto en Su creación como en Su Palabra, tal parece que tenemos razones 
suficientes para suponer que Dios ama la música. Él no solo llenó Su 
creación de ella, sino que dio al hombre una capacidad sorprendente de 
producir música y de crear música. De hecho, la voz humana sigue siendo 
el instrumento musical más versátil que existe. Alguien dijo al respecto
 “que Dios ha organizado maravillosamente la voz humana hasta el punto 
que, en la garganta y los pulmones hay catorce músculos directos que 
pueden emitir hasta dieciséis mil sonidos diferentes, y además hay otros
 treinta indirectos, los cuales se ha calculado que pueden emitir más de
 ciento setenta y tres millones de sonidos”.
A
 juzgar por el lugar tan prominente que Dios le ha dado a la música, 
tanto en Su creación como en Su Palabra, tal parece que tenemos razones 
suficientes para suponer que Dios ama la música. Él no solo llenó Su 
creación de ella, sino que dio al hombre una capacidad sorprendente de 
producir música y de crear música. De hecho, la voz humana sigue siendo 
el instrumento musical más versátil que existe. Alguien dijo al respecto
 “que Dios ha organizado maravillosamente la voz humana hasta el punto 
que, en la garganta y los pulmones hay catorce músculos directos que 
pueden emitir hasta dieciséis mil sonidos diferentes, y además hay otros
 treinta indirectos, los cuales se ha calculado que pueden emitir más de
 ciento setenta y tres millones de sonidos”.
Dios te dio la capacidad de cantar, porque Él quiere que le alabemos 
cantando. Él se deleita cuando Su pueblo le canta. Pero no meramente por
 un deleite estético, sino porque en ese canto reflejamos Su imagen en 
nosotros, proclamamos Su gloria y nos relacionamos con Él en una 
dimensión más plena de amor y comunión íntima.
Esa tendencia que el hombre tiene a expresar sus emociones a través 
del canto, no es más que un reflejo de la imagen y semejanza de Dios en 
nosotros. Nuestro Dios no solo creó la música, sino que Él se revela a 
Sí mismo en Su Palabra como un Ser que expresa sus emociones, cantando. 
Dice en Sof. 3:17: “Jehová está en medio de ti, poderoso, él salvará;
 se gozará sobre ti con alegría, callará de amor, se regocijará sobre ti
 con cánticos”. Otra traducción puede ser: “… se regocijará por ti con cantos de júbilo”.
Nuestro Dios canta, y nosotros, como criaturas creadas a Su imagen y 
como hombres y mujeres redimidos para la alabanza de la gloria de Su 
gracia (Ef. 1:6, 12, 14), debemos dar expresión a nuestros sentimientos 
religiosos a través del canto. Dios pide de nosotros que le amemos con 
todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con todas nuestras 
fuerzas; es decir, con todas nuestras facultades como hombres. Y el 
canto es un vehículo a través del cual podemos manifestar una dimensión 
de ese amor y confianza en Dios, que difícilmente puede ser expresado 
con la misma intensidad a través de la prosa.
Aquí entra en juego el tema de la llenura del Espíritu. ¿Cuál es la 
obra que hace el Espíritu de Dios en nuestros corazones para traernos 
eficazmente a Cristo en arrepentimiento y fe? Iluminar nuestro 
entendimiento para comprender en una forma salvadora las grandes 
verdades del evangelio y transformar nuestros corazones para responder 
apropiadamente. No se trata de un mero entendimiento intelectual del 
contenido de ciertas doctrinas, sino de una certeza inconmovible en la 
realidad de lo que esas doctrinas enseñan.
Nosotros sabemos que el Dios que hizo los cielos y la tierra, nos 
escogió desde antes de la fundación del mundo para hacernos partícipes 
de la salvación que es en Cristo Jesús. Nosotros sabemos que en Él todos
 nuestros pecados fueron perdonados y que por Su pura gracia se nos ha 
concedido el don de la vida eterna. Nosotros sabemos que nuestro Dios es
 fiel, inmutable, todopoderoso, perfecto en justicia, en amor y en 
santidad, y que ha hecho un pacto con Su pueblo de no volverse atrás de 
hacernos bien. También sabemos que fuimos librados de la condenación del
 infierno y que tenemos en Cristo una herencia incorruptible, 
incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para nosotros.
El Espíritu Santo no solo nos ha hecho entender estas verdades, sino 
que también las hace reales en nuestra mente, en nuestros afectos y en 
nuestra voluntad. Y eso es lo que hace que el creyente lleno del 
Espíritu cante. Ningún ser humano en este mundo tiene más razones 
objetivas para cantar que el hijo de Dios, porque nadie ha sido hecho 
partícipe de realidades más gloriosas, realidades que difícilmente 
podrán ser expresadas en toda su dimensión únicamente a través de 
nuestro hablar.
¿Saben por qué Dios se deleita cuando Sus hijos le alaban cantando? 
Porque ese canto es una manifestación tangible de esa obra del Espíritu 
en nuestro ser interior, implantando en nosotros aquellas verdades que 
Él quiere que nosotros conozcamos y creamos. El canto del creyente es 
una respuesta de fe a la revelación divina. Es por eso que el cristiano 
puede cantar alabanzas a Dios, aún cuando se encuentra en medio de 
situaciones difíciles. Cuando Pablo y Silas fueron golpeados y 
encarcelados en Filipos, dice en Hch. 16:25 que “a medianoche, orando Pablo y Silas, cantaban himnos a Dios”.
Por más terribles que sean nuestras circunstancias, Dios sigue 
sentado en Su trono; Él sigue siendo sabio, bueno, misericordioso, 
amante y fiel. Y cuando un creyente eleva su voz en alabanza, 
independientemente de las dificultades que tenga a su alrededor, está 
proclamando su confianza inquebrantable en el Dios de su salvación. 
Entonces, ¿por qué cantamos? Porque Dios quiere que le cantemos, porque 
Él se deleita en nuestro canto, a pesar de que Él conoce nuestras 
debilidades, y sabe que muchas veces tenemos que luchar contra nosotros 
mismos para cantar de corazón y no como un mero ejercicio de labios.
Hay una diferencia abismal entre el hipócrita que se conforma con su 
adoración externa, y el creyente que está en el campo de batalla 
trayendo una y otra vez sus pensamientos cautivos a la obediencia a 
Cristo. Algún día todos los creyentes tributaremos a Dios una alabanza 
perfecta, pero eso será cuando estemos en Su presencia, libres por 
completo de la actividad del pecado en nuestras vidas. Mientras tanto, 
podemos y debemos seguir trayendo nuestros sacrificios de alabanza, 
sabiendo que esos sacrificios espirituales son aceptables a Dios por 
medio de Jesucristo, como dice en 1P. 2:4.
La sangre de Cristo que nos limpia de todo pecado, también purifica 
nuestras alabanzas para que suban como olor fragante delante de Dios y 
sean un deleite para Su corazón Paterno. Pablo no dice en Ef. 5 que los 
creyentes llenos del Espíritu que tienen buena voz,
 son los que deben alabar al Señor con Salmos, con himnos y cánticos 
espirituales. Allí dice simplemente que una de las manifestaciones 
visibles del control del Espíritu en nuestras vidas, es que cantemos 
alabanzas.
Alguien puede preguntar: “¿Y qué de Col. 3:16? Porque allí dice que 
debemos cantar con gracia”. Sí, pero eso no se refiere a la gracia que 
algunos tienen de cantar bien. De lo que Pablo está hablando allí es de 
la operación de la gracia de Dios en nuestros corazones. Todos los que 
han sido salvados por gracia, por esa misma gracia ahora pueden cantar 
alabanzas a Dios.
Cantemos, entonces, porque no hay que tener la voz de Plácido Domingo
 para deleitar los oídos de Dios. Todo lo que se requiere es un corazón 
creyente y una garganta dispuesta para dar a Dios la gloria debida a Su 
nombre.
 
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