“Cuando Jesús vió a Natanael que se le acercaba, dijo de él: He aquí un verdadero israelita, en quien no hay engaño”
(Juan 1:47).
Jesús tiene la peculiar habilidad de
sorprender a las personas, de dejarlos sin palabras, y sobre todo, de
ver aquello que está invisible dentro de nosotros. Natanael lo supo.
Felipe, un nuevo convertido, le habló acerca de su experiencia
espiritual reciente cuando le dijo: “Hemos hallado a aquél de quien
escribió Moisés en la ley, así como los profetas: a Jesús, el hijo de
José, de Nazaret” (Juan 1:45). Natanael no pareció sorprenderse, ya
había oído de otros pretendidos mesías libertadores. El escepticismo y
los prejuicios gobernaban su mente, a tal punto, que no dudó en hacer un
comentario despectivo sobre la procedencia de Jesús: “Natanael le dijo: ¿De Nazaret puede salir algo de bueno?” (Juan 1:46a). Felipe recurrió entonces al argumento más fuerte que tenía: “Le dijo Felipe: Ven y ve”
(Juan 1:46b). Asombrosamente, Natanael accedió a ir, posiblemente
movido por la curiosidad y con ansias de demostrar su argumento. Lo que
estaba por encontrar cambiaría el rumbo completo de su existencia.
Natanael vió a Jesús de lejos,
seguramente Felipe le indicó con el dedo quién era. No tenía nada de
extraordinario en apariencia. Vestía sencillo como cualquier otro
israelita y andaba acompañado por unos pocos hombres, lo que no decía
mucho de su popularidad. No obstante, siguió adelante hasta aproximarse
lo suficiente como para oír a Jesús decirle a sus amigos: “He aquí un verdadero israelita, en quien no hay engaño”
(Juan 1:47b). Aquellas palabras desconcertaron a Natanael porque nunca
había visto a Jesús, y no tenía idea de cómo sabía acerca de su vida y
conducta. Jesús lo sorprendería aún más al decirle: “Antes que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi” (Juan 1:48b).
El escéptico de Galilea se queda sin
argumentos ante el nazareno que sabe todo sobre él. La incredulidad se
torna en fe cuando constata que no está delante de otro charlatán. La
esperanza nace, cuando comprueba con sus ojos y oídos, que este no es un
judío pretencioso o un estafador pueblerino: “Respondió Natanael y le dijo: Rabí, tú eres el Hijo de Dios; tú eres el Rey de Israel” (Juan 1:49).
Jesús
asombra por su benevolente trato, cautiva por su carisma y enamora con
sus palabras. Recibe a este reticente hombre con un elogio, allana el
camino a la comunicación, ve lo bueno en un desconocido y todavía más,
lo invita a convertirse en uno de sus apóstoles. Solo Jesús actúa así.
No lo frenan nuestros prejuicios, ni le enfadan nuestras evasivas. Él
puede ver lo redimible en nosotros, lo que somos verdaderamente y lo que
podemos llegar a ser.
Natanael es esa parte de mí que se
niega, a veces, a lo milagroso, que ve distante la manifestación del
Señor. Es también esa actitud prejuiciosa, descontentadiza y
reaccionaria que me hace echarme bajo las frondosas ramas del
desasosiego, sin esperanza de un momento mejor, o de un futuro pródigo.
Yo soy ese Natanael que va a Jesús
muchas veces sin una buena actitud, repitiendo oraciones aprendidas,
convencido de que nada nuevo pasará. Entonces aparece Jesús y en lugar
de un reproche recibo un elogio, en lugar de una reprensión obtengo un
cálido abrazo, y me desarma su amor porque es capaz de ver lo bueno que
hay en mi.
Jesús anula mi incredulidad cuando me asegura que sabe todo sobre mi pasado, que conoce mi presente y me promete un hermoso futuro, junto a él. Ante su gentil trato se disipa mi niebla quejumbrosa y hallo la paz de saberme conocido por Dios, de saberme elegido para grandes cosas. Dejo atrás la actitud descreída y me proyecto hacia lo porvenir, hacia todo aquello maravilloso que Dios tiene preparado para mi.
Autor: Osmany Cruz Ferrer
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