Leonard Ravenhill escribió que Dios sufre más de sus expositores, que de sus opositores. La frase
tiene sentido, si se tiene en cuenta cuál es la expectativa de Dios
sobre cada grupo.
Dios espera que sus opositores resistan la verdad y la
tergiversen a su antojo.
Mientras que desea que sus expositores
presenten la verdad llana del evangelio sin adornos humanos, ni medias
verdades, como si fueran absolutas.
Dios sufre que algunos de sus
pretendidos heraldos modifiquen el mensaje eterno por buscar
popularidad, empatía, reconocimiento, o en el mejor de los casos, por ignorancia. Me temo que, en este sentido, estoy de acuerdo con Ravenhill.
Un área sensible donde esto está
ocurriendo es en lo concerniente a lo que se enseña sobre esta vida,
desde algunos podios.
Promesas sonoras de prosperidad financiera repican
desde las plataformas evangélicas como derecho inequívoco de todos los
creyentes.
La pobreza y el desempleo son el resultado de la falta de fe y no realidades del mundo caído en el que vivimos y servimos a Dios.
La enfermedad
es “una mentira del Diablo” y los que permanecen enfermos, es porque le
han creído al Mentiroso.
Se habla de éxito, un éxito que tiene que ver
con lo externo, con trajes caros, coches del año, sonrisas centellantes y vacaciones en islas exóticas. Dios, seguramente, está sufriendo a expositores tan anodinos.
Luego está la realidad, lo que Jesús
dijo, no lo que oradores amarillistas interpretaron buscando prebendas
pasajeras.
Él dijo que en el mundo tendríamos aflicción (Juan 16:33).
Dijo que seríamos aborrecidos por su causa (Lucas 21:17).
Nos avisó que
seríamos incomprendidos y mal interpretados por nuestros seres queridos
(Mt. 10:34,35) y profetizó sobre persecuciones y martirios (Juan 16:2).
Ese es el salario que algunos le conceden a la virtud. Estos textos son
ciertísimos.
Los cristianos son perseguidos en más de ochenta países
donde sufren toda clase de vejaciones.
Los creyentes padecen enfermedades incurables, pobreza, desempleo. Son victima de desastres naturales,
de inflaciones económicas, de bancos que quiebran, de dictadores
neuróticos.
Todo esto lo vio Jesús de antemano y nos avisó
inequívocamente.
Por eso nos habló de su compañía eterna, de su
consolación y de las bienaventuranzas del sufrimiento.
Nos dio detalles
de una ciudad futura construida para los que le amamos donde no hay
injusticias, ni pesares, ni llanto.
Nos alentó con promesas
escatológicas que ya hemos asido por la fe.
Dios, en su
soberanía, nos puede prosperar, sanar, hacer que seamos honrados por
naciones, librarnos de regímenes políticos injustos y mucho más, pero si
no lo hiciera, no por ello cambiará la opinión que tengo de él.
Somos
cristianos por lo que Dios significa para nosotros, no por lo que pueda
hacer o no en nuestro favor.
Amamos a Dios porque él nos amó primero y
lo demostró tomando nuestro lugar en la cruz.
La tribulación en toda su
fuerza no puede desarraigarnos de su gracia. Los reveses de la vida no podrán quitarnos jamás sus promesas.
No ignoro que el camino es angosto y estrecho. No me refugio en promesas falibles para esta vida terrena. No me aliento en charlas insípidas sobre éxito o prosperidad. Mi ánimo se robustece en Aquel que dio su vida por mí, que me acompaña en mis desiertos y da alegría a mis horas más aciagas. Por eso en mi aflicción, canto. Lo hago como una protesta contra el infortunio pasajero y como un tributo a mi Señor, “por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo” (Filipenses 3:8).
Autor: Osmany Cruz Ferrer
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