La predicación y la santificación

Así como la verdad es necesaria para la salvación, así también es necesaria para la santificación y el crecimiento de los creyentes. Sin la verdad nadie será salvo, pero sin esa misma verdad nadie será santo, nadie podrá crecer y madurar en su vida cristiana. El Señor enseñó esto claramente en Su oración intercesora por los discípulos, en Jn. 17:12-17:

“Cuando estaba con ellos en el mundo, yo los guardaba en tu nombre; a los que me diste, yo los guardé, y ninguno de ellos se perdió, sino el hijo de perdición, para que la Escritura se cumpliese. Pero ahora voy a ti; y hablo esto en el mundo, para que tengan mi gozo cumplido en sí mismos. Yo les he dado tu palabra; y el mundo los aborreció, porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad”.
El Señor está pidiendo por Sus discípulos que sean guardados del mundo, no que sean sacados de allí (Jn. 17:15). Hay peligros en el mundo que pueden afectar a los cristianos, y nuestro Salvador pide al Padre que guarde a los Suyos del mal que hay en el mundo.
En el vers. 17 encontramos la misma petición, solo que ahora en un sentido positivo: “Santifícalos en tu verdad”. El gran deseo de Cristo es que los suyos sean guardados por Dios, pero no siendo sacados del mundo para irse a un monasterio, no siendo librados de dificultades y problemas, sino siendo santificados, es decir, apartados para el uso exclusivo de Dios. Hemos sido separados del mundo, puesto aparte para el servicio de Dios, y ahora debemos manifestar esa realidad a través de una vida santa.
Pero esa obra santificadora del Espíritu de Dios en el creyente solo puede ser efectuada a través de la Palabra: “Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad”.  (comp. 1P. 2:1-3).
Es a la luz de esa realidad que los apóstoles pusieron todo empeño en colocar la enseñanza de las Escrituras en el centro de su ministerio. Dice Hch. 2:42 que los primeros cristianos “se dedicaban continuamente a las enseñanzas de los apóstoles” (en la Biblia de las Américas); y el énfasis está (como alguien ha dicho), no tanto en el contenido de lo que se enseñaba, sino en el hecho de que los hermanos estaban allí presentes cuando los apóstoles impartían sus instrucciones. Y como resultado de ese apego a las enseñanzas apostólicas vemos en el resto del texto que esta Iglesia estaba siendo edificada y fortalecida por la gracia de Dios; era una Iglesia que sin lugar a dudas estaba siendo llevada a la madurez (comp. Hch. 6:1-7; 20:32). En este último pasaje de Hch. 20 Pablo encomendaba a estos hermanos a la Palabra de Dios, porque esa Palabra era poderosa para sobreedificarlos. Si de veras queremos que las ovejas que han sido puestas a nuestro cuidado prosperen espiritualmente debemos servirles una dieta balanceada de la Palabra de Dios.
Y la predicación es uno de los medios principales que Dios usará para proveer ese alimento a nuestros hermanos. No es el único medio de gracia que Dios usa para santificar a los creyentes y promover su madurez espiritual. Existen otros medios de gracia que son de suprema importancia para la vida espiritual de los hijos de Dios: la lectura privada de la Biblia, la oración, la comunión con otros creyentes, la Santa Cena, y otros. Pero la predicación es uno de los medios principales que Dios usará para lograr este fin.
Noten una vez más el texto que citamos hace un momento en Hch. 20:32. Pablo había estado predicando esa Palabra en Éfeso por espacio de tres años (vers. 20-21, 25-28 – en el vers. 25 la palabra gr. es kerusson, “proclamando como un heraldo”). Estos pastores que quedaban en Éfeso debían velar por el rebaño y pastorear la grey del Señor, y uno de los aspectos primordiales de esa tarea era que ellos debían hacer lo mismo que Pablo estuvo haciendo por espacio de tres años: Anunciarles todo el consejo de Dios.
Es en ese contexto que Pablo les dice en el vers. 32: “… os encomiendo a Dios, y a la Palabra de su gracia, que tiene poder para sobreedificaros”. El ministro fiel del evangelio no solo debe predicar para la salvación de las almas. Él está llamado a seguir predicando a esas almas ya salvadas para su crecimiento y madurez espiritual.
De ahí la insistencia de Pablo a Timoteo en la enseñanza de la Palabra de Dios en la Iglesia. Timoteo era un ministro del evangelio, un don de Cristo para Su pueblo, y como tal debía poner todo su empeño en exponer la Palabra de Dios para la edificación de los santos y la salvación de los perdidos (comp. 1Tim. 4:6, 11, 13-16; 6:2; 2Tim. 2:15, 24; 4:1-5; Ef. 4:11-16; 1Tim. 3:2 – la excelencia de dones puede variar entre en un caso y otro, pero todo pastor debe ser apto para enseñar por cuanto la enseñanza jugará un papel esencial de su ministerio; Tito 1:9).
Hoy más que nunca la Iglesia de Cristo necesita la vitalidad que solo un púlpito sólido puede darle. Pero eso no será posible si nosotros mismos no comprendemos o aceptamos el lugar que Dios le ha dado a la predicación en el cumplimiento de sus planes redentores. Y el enemigo de las almas se encargará de mantenernos ocupados haciendo un montón de cosas, algunas de ellas muy buenas y nobles, con tal de trastornar nuestras prioridades.
Alguien dijo muy sabiamente al respecto: “Este ministerio está siempre en oposición al príncipe de las tinieblas. Él hará todo lo que esté a su alcance para entorpecer tu trabajo. Te hará correr de un lado para otro haciendo mil cosas pequeñas con el fin de evitar que cumplas con las dos tareas realmente importantes: la oración y el ministerio de la Palabra. Todos tus esfuerzos deberían encaminarse hacia esos dos aspectos del ministerio. Nada de lo que hagas debería distraerte de ello. Ese es tu llamamiento”.
Que Dios nos ayude a poner en orden nuestras prioridades, por el bien de las almas a las que ministramos, pero sobre todas las cosas, para la gloria de nuestro Dios.
© Por Sugel Michelén. Todo Pensamiento Cautivo

No hay comentarios:

Publicar un comentario