¿En qué se diferencia la oración, la alabanza y la adoración? Una analogía

Partiendo de la premisa de que ninguna ilustración o analogía encaja perfectamente con la cosa ilustrada, hace unos años leí en un libro de Alfredo Gibbs la siguiente historia que nos ayuda a diferenciar la oración, la alabanza y la adoración.

Supongamos que una persona que no sabe nadar cae en un río. Mientras lucha en vano por salvarse, y dándose cuenta de cuán desesperado es su caso, clama de lo más profundo de su corazón: “¡Auxilio! ¡Auxilio! ¡Sálvenme! ¡Sálvenme!” Esto es oración: el clamor de un alma consciente de su necesidad. Por eso decía un puritano que “¡La miseria adoctrina a una persona maravillosamente en el arte de la oración!” Solo tenemos que apercibimos de nuestra miseria y necesidad para aprender a orar.
Repentinamente aparece un caballero bien vestido que, sin dudarlo ni por un segundo, se tira al agua para rescatar a este pobre hombre, poniendo en riesgo su propia vida. La respuesta de la persona salvada es inmediata. Llena a su salvador de alabanza y exclama: “¿Cómo podré jamás expresar mi gratitud hacia Usted por su acto de arrojo al salvar mi vida? ¡Gracias, diez mil veces gracias!” Eso es alabanza, y eso es precisamente lo que hace el pecador cuando entiende lo que el Hijo de Dios estuvo dispuesto a hacer para salvarlo. No fue simplemente que puso su vida en riesgo, sino que la entregó para darnos vida. “El justo murió por los injustos para llevarnos a Dios” (1P. 3:18).
Ahora, supongamos que el caballero en cuestión, no conforme con salvarle la vida a este hombre, ahora lo invita a su casa con el propósito de entablar una amistad con él. Al día siguiente este hombre se dirige a la dirección indicada y, para su asombro, se da cuenta que el caballero que le salvó vive en la parte más rica de la ciudad. Y su casa es la mansión más extraordinaria del sector.
Pero su sorpresa es aún mayor cuando comienza a conversar y conocer a este hombre. Queda profundamente impresionado por su nobleza de carácter, su bondad, su inteligencia, su hospitalidad, su sabiduría, su afabilidad, su tacto, su humildad de espíritu. “En otras palabras, dice Gibbs, ahora aprecia la excelencia moral y el valor intrínseco del carácter de su anfitrión, independientemente de lo que ha hecho por él como su salvador. Y aunque no olvida por un solo momento que su anfitrión es su salvador, no obstante su gratitud por lo que hizo por él es ahora superada por su admiración y aprecio por lo que él es en sí mismo” (Adoración; pg. 23-24; los énfasis son suyos). Y como siguen desarrollando esa amistad, mientras más le conoce, más le admira. Eso es adoración. No se trata de un programa religioso o de una liturgia en particular.
Uno de los problemas principales con los que tuvieron que lidiar los profetas de Dios en el AT, era la tendencia del pueblo al formalismo y a equiparar los actos externos de adoración con la adoración misma. Por ejemplo, en Amos 5:21-23, dice Dios al pueblo de Israel: “Abominé vuestras solemnidades, y no me complaceré en vuestras asambleas. Y si me ofreciereis vuestros holocaustos y vuestras ofrendas, no los recibiré, ni miraré a las ofrendas de paz de vuestros animales engordados. Quita de mí la multitud de tus cantares, pues no escucharé las salmodias de tus instrumentos”.
Ellos estaban haciendo lo que estaban supuestos a hacer: Se reunían en el día establecido, presentaban sus sacrificios y sus cánticos de alabanza, pero Dios no estaba recibiendo ninguna de esas cosas con agrado. ¿Por qué? Porque era un ritual sin corazón y sin un verdadero deseo de agradar a Dios.
Por el contexto sabemos que estos judíos mostraban con sus vidas que Dios no era importante para ellos, porque no tenían la disposición a obedecerle. Simplemente querían calmar sus conciencias practicando un ritual. Ese fue el mismo problema que el Señor Jesucristo enfrentó durante Su ministerio terrenal. En Mateo 15:7-9 Jesús acusó a los fariseos de hipocresía y de honrar a Dios en vano al hacerlo únicamente de labios y no de corazón.
La verdadera adoración es algo que ocurre esencialmente en el corazón y que envuelve todo nuestro ser interior: Nuestro intelecto, nuestros afectos, nuestra voluntad. La verdadera adoración implica un reconocimiento de la grandeza y majestad de Dios, así como un corazón maravillado y postrado ante esa grandeza. Y tiene como punto de partida, no lo que nosotros hacemos por Dios, sino lo que Él es en esencia y lo que ha hecho por nosotros.
Él se reveló en Su creación y en Su Palabra, y diseñó un plan de salvación para que nosotros pudiésemos reconciliarnos y acercarnos a Él, a través de la vida, muerte y resurrección de Su Hijo, nuestro Señor Jesucristo. Él es un Dios santo y nosotros somos pecadores. De ahí el énfasis de las Escrituras en la necesidad que tenemos de que nuestros pecados sean expiados y perdonados antes de que podamos acercarnos a Dios en adoración. El pecador necesita reconciliarse con Aquel que ha sido ofendido por sus pecados, de lo contrario no puede tener acceso a Su presencia.
Pero una vez ese pecador conoce a Dios y se reconcilia con Él, Su corazón se llena de adoración y su boca de alabanza, al venir a la presencia de un Ser tan majestuoso, tan glorioso, y al mismo tiempo tan compasivo y lleno de gracia. Es por eso que la adoración del pueblo de Dios es descrita en la Escritura como una fiesta solemne. Para algunas personas estos términos con incompatibles: si la adoración es una fiesta, entonces no puede ser solemne, y si es solemne, entonces no puede ser una fiesta. Pero la adoración que la Escritura promueve conjuga ambos elementos perfectamente entrelazados entre sí, y dependiendo uno del otro. Adoramos a un gran Dios, digno de reverencia y temor, pero al mismo tiempo adoramos a un Padre que se ha compadecido de nosotros y que ha diseñado un plan de redención para que podamos acercarnos a Él con confianza.
© Por Sugel Michelén. Todo Pensamiento Cautivo.

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