El carácter de una época queda evidenciado, hasta cierto punto, por
el carácter de sus héroes. El tipo de hombre que es exaltado en una
generación evidencia las características que esa generación exalta. Por
lo que cabe preguntarse: ¿Quiénes son los hombres admirados en esta era
postmoderna? ¿A quiénes se admira y se exalta en estos días?
No
hay que ser muy observador para darse cuenta que los individuos más
admirados son aquellos que rompen los esquemas establecidos, los que no
se aferran a valor alguno, los que se jactan de su rebeldía y se definen
a sí mismos como personas sin tabúes. Esos son, generalmente hablando,
los héroes de esta generación.
Y no es extraño que así sea. En una sociedad que ha abrazado el
relativismo como dogma y el pragmatismo como estilo de vida, no debe
sorprendernos que se exalte al hombre que eche por tierra toda
distinción entre lo bueno y lo malo, entre lo justo y lo injusto. Como
no es extraño que se menosprecie y se escarnezca a aquellos que tienen
el coraje de levantar su voz a favor de la verdad y la moral absolutas.
Definitivamente la virtud y la integridad no están de moda ni las
distinciones morales tampoco.
Tal parece que nada debe ser prohibido excepto prohibir. Atreverse a
categorizar alguna acción como pecado, por más perversa que esa acción
pueda ser, es arriesgarse a ser acusado de intransigencia e intolerancia
en el mejor de los casos y de fariseismo hipócrita en el peor. Eso es
muy evidente en el cine y en las series más populares de televisión: el
virtuoso es estereotipado como un mojigato tonto y arcaico. Y lo que es
aún más increible: en muchas ocasiones se le coloca en el papel de
victimario persiguiendo y vilipendiando a los que no quieren aferrarse a
las reglas de juego establecidas. Consecuentemente el público es
llevado a favorecer al malhechor y a regocijarse cuando triunfa sobre el
bueno.
Lo que resulta paradójico es que esa misma sociedad que canoniza al
que se sale con la suya, al astuto, al rebelde, es la misma sociedad que
luego se horroriza cuando sufre las consecuencias de vivir en un mundo
sin parámetros de bien y de mal. La defensa de la verdad y de la moral
absolutas no tiene nada que ver con tabúes y mojigatería, sino con el
hecho de que existe un Dios soberano que se ha revelado al hombre y ha
establecido las reglas de juego; cuando esas reglas son pisoteadas y los
trasgresores son convertidos en héroes no nos queda otro camino que la
anarquía y el desenfreno.
© Por Sugel Michelén. Todo pensamiento cautivo.
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