“En cuanto a la pasada manera de
vivir, despojaos del viejo hombre, que está viciado conforme a los
deseos engañosos, y renovaos en el espíritu de vuestra mente, y vestíos
del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad”. (Efesios 4: 22-24)
A veces se nos olvida lo vulnerables
que somos ante los deseos que gobiernan a nuestra carne, y es que
recuerda que cuando venimos a Cristo nuestro interior cambio, nuestro
espíritu se renovó, pero nuestra carne sigue siendo la misma.
Nuestra carne está viciada por
los deseos engañosos, anhela un placer momentáneo que luego se convierte
en un dolor para nuestro espíritu y es que todos aquellos que hemos
tenido un encuentro genuino con Dios nos sentiremos avergonzados cuando
en momento determinado nos hemos dejado llevar por nuestros instintos
pecaminosos.
Cada uno de nosotros trae un instinto
pecaminoso que nos induce por naturaleza a hacer lo malo, pero cada día
de nuestro existir tendremos una lucha constante, entre lo que no
queremos hacer y nuestra carne nos induce a hacer, contra anhelar hacer
la voluntad de Dios apartándonos del pecado.
El Apóstol Pablo comprendía claramente esta verdad y en la carta a los Romanos 7:14-25 escribe lo siguiente:
“Nosotros sabemos que la
ley viene de Dios. Pero yo no soy más que un simple hombre, y no puedo
controlar mis malos deseos. Soy un esclavo del pecado. La verdad es que
no entiendo nada de lo que hago, pues en vez de lo bueno que quiero
hacer, hago lo malo que no quiero hacer. Pero, aunque hago lo que no
quiero hacer, reconozco que la ley es buena. Así que no soy yo quien
hace lo malo, sino el pecado que está dentro de mí. Yo sé que mis deseos
egoístas no me permiten hacer lo bueno, pues aunque quiero hacerlo, no
puedo hacerlo. En vez de lo bueno que quiero hacer, hago lo malo que no
quiero hacer. Pero si hago lo que no quiero hacer, en realidad no soy
yo quien lo hace, sino el pecado que está dentro de mí.
Me doy cuenta
entonces de que, aunque quiero hacer lo bueno, sólo puedo hacer lo malo.
En lo más profundo de mi corazón amo la ley de Dios. Pero también me
sucede otra cosa: Hay algo dentro de mí que lucha contra lo que creo que
es bueno. Trato de obedecer la ley de Dios, pero me siento como en una
cárcel, donde lo único que puedo hacer es pecar. Sinceramente, deseo
obedecer la ley de Dios, pero no puedo dejar de pecar porque mi cuerpo
es débil para obedecerla. ¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo
que me hace pecar y me separa de Dios? ¡Le doy gracias a Dios, porque
sé que Jesucristo me ha librado!” (Versión Traducción en Lenguaje Actual)
Creo que el Apóstol Pablo
comprendía mejor que nosotros que somos vulnerables al pecado, pero me
encanta la frase con la que termina su pensamiento y es: “¡Le doy gracias a Dios, porque sé que Jesucristo me ha librado!”.
Y es que Jesucristo nos ha hecho Libres, El nos dijo: “y conocerán la verdad, y la verdad los hará libres.” (Versión Traducción en Lenguaje Actual).
Debemos vivir cada día cuidando que nuestra vulnerabilidad
al pecado no nos lleve al fracaso, sino que cada día podamos buscar más
del Señor para ir moldeando esas áreas débiles de nuestra vida,
permitir al Señor que como Gran Alfarero pueda realizar una obra maestra
en nosotros.
No nos confiemos, nuestros deseos son engañosos y en cualquier momento la vulnerabilidad
puede asomar, sino que vivamos cada día cultivando una vida continua de
adoración, de oración, de lectura de su Palabra, de comunión intima y
relación personal con el Señor, seamos amigos de Dios, vivimos cerca de
Él y aprendamos a depositar nuestras debilidades en Él.
Si algo tenemos que reconocer es
que todos somos vulnerables al pecado por naturaleza, pero que Cristo
quiere que luchemos cada día por intentar agradarlo en todas las áreas
de nuestra vida.
Pueda que seamos vulnerables, pero en Cristo podemos salir adelante, así que:
¡No te rindas!
Autor: Enrique Monterroza
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